sábado, julio 28, 2007

Foralismo: Verdadera representación

La comunidad política, más que una unidad, es preferible decir que es una pluralidad de personas y de grupos sociales reducidos a una cierta unidad. Una unidad de tipo práctico, en el orden del obrar, un todo de un orden, un todo práctico, no un todo sustancial. Es decir, en la vida política, la unidad es un coprincipio; pero la sociedad también es pluralidad. Es una pluralidad, reducida a una cierta unidad.

Por eso, además de la vigencia del principio de autoridad, hace falta la vigencia de libertades concretas. Una sociedad en la cual la autoridad no está contrabalanceada por libertades concretas es una sociedad muy poco interesante de ser vivida, incapaz de asegurar el bien común, que es un bien rico, un bien pleno; es una sociedad que camina hacia el totalitarismo. Y así como para asegurar la autoridad en el orden político yo necesito un órgano concreto, también para asegurar la pluralidad y las libertades concretas yo necesito un órgano concreto. Y ésos son los llamados órganos de representación.

¿Pero de qué representación? No de la misma que ejerce el gobierno. No: hace falta un órgano que represente a la sociedad, en tanto que plural, ante el gobierno. Eso es fundamental entenderlo. Si la sociedad es una pluralidad reducida a una cierta unidad, yo necesito autoridad y libertad; y necesito un órgano que la exprese como unidad –gobierno legítimo-, y otro órgano que la exprese como pluralidad y que defienda esas libertades de los grupos intrapolíticos frente al gobierno. Y esto es lo que debe hacer un órgano de representación popular ante el poder, ante el gobierno.

Justamente, éste es uno de los grandes aportes de los siglos cristianos. Es en la tan criticada, y sobretodo desconocida, Edad Media, cuando nacen estos órganos de representación popular. …

Pero es justamente a partir del año 1000, aproximadamente, cuando se va a producir en Europa el nacimiento de estos órganos de representación ante el poder. En Francia se llaman los Estados Generales, en Inglaterra el Parlamento, en España las Cortes. Y van a nacer porque justamente la concepción cristiana que inspiraba la vida política de la Edad Media ve a la sociedad como una pluralidad reducida a una cierta unidad; es decir, el
corpus christianorum, la universitas christianorum, la ciudad como un todo orgánico. Y en esta estructura, lo que hoy llamaríamos el gobierno era concebido como la suprema autoridad, es decir, como la cúspide de un proceso de desarrollo que nacía en la familia y terminaba en el emperador. Y entonces, frente al rey, que era el que ejercía el poder político, el representante por el poder, se establecían estos consejos, estos órganos, a los cuales las ciudades libres, las comunas, los gremios, mandaban sus representantes para establecer un diálogo entre la sociedad y el poder político.

¿Qué características tenía esta representación? Dos características fundamentales. En primer lugar, era una representación específica. El representante lo era de algo concreto: del gremio de los zapateros, a veces de ciudades. Y en segundo lugar, estaba vinculado al representado por un mandato escrito, de derecho público, que se llamaba en España el mandato imperativo. La ciudad, en España, o el pueblito, que nombraba un procurador, con un mandato concreto. Y el procurador llegaba a las Cortes. Estas Cortes no legislaban; no eran un órgano de gobierno, eran un órgano de representación ante el gobierno. Entonces, ¿qué función tenían? En primer lugar, una función de información; que el gobierno supiera qué es lo que pasaba en la sociedad, y que lo supiera por sus representantes legítimos, auténticos, sin que tuvieran un proceso de deformación de la representación. En segundo lugar, limitar el poder del gobierno. Había cosas que el gobierno no podía hacer sin los representantes de la sociedad. ¿Y cuáles eran estas materias? Variaban según los casos; pero se establecían pactos entre el gobernante y la ciudad –que en España eran los fueros-, en los cuales es establecía cuántos representantes podían mandar, y en los cuales el gobernante prometía no tomar ninguna decisión sin el acuerdo de esos representantes. En general, hay una nota central: la legislación en materia tributaria. Y fíjense qué inteligente era esta medida; porque qué podía hacer el rey: podía cambiar el nombre de una calle; pero si no tenía soldados para hacer la guerra, y no tenía dinero (piensen que no había ejércitos profesionales en esa época), había una limitación real y efectiva del poder.

Esto hacía entonces un sistema político orgánico, en el cual el poder real estaba contrabalanceado por un órgano real, efectivo, de representantes de las libertades concretas de la sociedad. Y estas libertades no generaban anarquía, porque simplemente eran un elemento de colaboración, de participación, en la cosa pública de todo el pueblo, concebido además no como una suma de individuos, como una cosa masificada, sino como una comunidad orgánica y organizadora.

Este sistema se va deformando –y no tenemos tiempo de contar todos los avatares-; pero fundamentalmente sufre un golpe decisivo en la llamada Revolución Francesa. Fíjense que esto pasa a la historia, en los manuales y en los libros de divulgación, como el momento en el cual el pueblo asume el poder. Pero cuando uno la ve en detalle, parecería que fue el momento en el cual el pueblo perdió el poder. ¿Por qué? En Francia, también con problemas, funcionaba un esquema similar: había un rey, que era el poder político, y había una representación popular ante el gobierno, que eran los Estados Generales. ¿Qué pasó en la Revolución? Lo que todo el mundo sabe es que decapitaron al rey, a Luis XVI, pero eso no es lo más importante. Lo más importante es que estos Estados Generales, que eran representantes del pueblo ante el poder, representantes del pueblo como generalidad, defensores de las libertades concretas, asumieron la soberanía del rey. Se declararon el poder político. Y entonces, si el órgano de representación se transforma en el gobierno, la sociedad política queda sin representación ante el poder.

Esto ya había pasado en Inglaterra, en la revolución de 1660, y un poco antes. La corrupción del régimen político inglés, Chesterton la define muy bien: se llaman los Comunes contra las Comunas. Los grupos financieros compraron a los representantes en las Cortes para provocar el aumento de impuestos. Por eso, en el sistema español, que duró bastante más, estaba prohibido a los procuradores de las cortes recibir ningún dinero del rey. Y esto es fundamental, porque si estos señores son los que tienen que oponerse a un aumento de impuestos, no puede ser que vivan de las rentas generales. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, que el sueldo del fiscal lo pague el procesado: nunca tendríamos una condena. Algo así sucedía con la Revolución llamada Francesa: los órganos de representación se transforman en los órganos de gobierno y de legislación.

Y así es como el sistema representativo contemporáneo va del totalitarismo a la anarquía, sin encontrar nunca un régimen político moderado. Porque estos señores generalmente toman dos caminos: o creen que son realmente el poder, y se comportan como el poder político, y entonces la sociedad no tiene ninguna representación ante ellos, o siguen manteniendo su espíritu de partido, de particularidad, comportándose como representantes de la parte. Pero resulta que ahora tienen que dictar leyes generales. Si toman el primer camino, la sociedad va al totalitarismo; si toman el segundo, va a la anarquía; el gobierno es como un tironeo de intereses particulares, sin que exista nadie que vele por el bien común. Y es justamente esta imposibilidad de encontrar un sistema ordenado entre gobierno y representación lo que hace que pasemos de sistemas autoritarios a sistemas libertarios, y que la sociedad esté a punto de perder la unidad, en una anarquía, o que las legítimas prioridades sociales sean destruidas por el totalitarismo. Ésta es la verdadera crisis de fondo del sistema político.

Esto es muy importante que lo tengan en cuenta aquéllos que tengan una vocación política. Porque si éste es el diagnóstico, tenemos que ver bien que nuestra propuesta de solución a este problema tiene que entender la totalidad del problema. Cuando se habla de la crisis del sistema político contemporáneo, más bien se piensa en un problema que incumbe a los gobernantes: que el que gobierna es malo, que no hace lo que tiene que hacer, etc. Pero no hay que olvidar que el bien común es cuestión de todo el orden político. El orden político requiere la autoridad, requiere un gobierno, pero requiere también un pueblo organizado, capaz de expresarse a través de una representación. Si yo, sobre una sociedad masificada, colocara un buen gobernante, este hombre difícilmente podría llegar al bien común. Porque la vida política es un diálogo entre gobierno y sociedad. Y si frente a la acción política del gobierno hay una respuesta masificada del pueblo, le va a costar mucho poder encaminar las cosas; él necesita que a su acción política hacia la sociedad, haya una respuesta también política, también orgánica de la comunidad.

De ahí que entonces la verdadera empresa de restauración política no solamente debe apuntar a cómo recuperar un gobierno auténticamente legítimo, sino a cómo restaurar los lazos sociales, a cómo reconstruir el tejido orgánico, a cómo transformar a la masa en un verdadero pueblo, para que incluso así pueda ser posible una forma de gobierno popular, una auténtica forma de gobierno democrático, y no que nos queden simplemente las ficciones, que nos quede simplemente la posibilidad de que, como decía un obispo catalán del siglo pasado, cuando le dan la papeleta electoral al pueblo, “parece el cetro de caña que los romanos dieron a Nuestro Señor Jesucristo y se burlaban de él”. Es el derecho de darse periódicamente el tirano, o de elegir periódicamente el amo que los va a expoliar por un tiempo determinado. Ofrece la apariencia de libertad, pero la verdadera libertad de elegir y de participar en la cosa política, es todavía una materia pendiente.
Fragmento de la conferencia “El voto ciudadano: La ley del número” pronunciada por el Dr. Luis Roldán dentro del Ciclo de Cultura y Ética Social 1998: “El hombre: Ser conyugal y político”.

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