De Eva Canel, exclusivo para El Legitimista Español (Buenos Aires, Noviembre de 1902).
El coco es el carlismo para mucha gente.
Nadie lo ha visto ni sabe cómo es, pero es el coco. El coco no asusta más que a los chiquillos: el carlismo asusta únicamente a los ignorantistas.
La palabra carlismo es ocasional y no definitiva; es transitoria como lo fue el isabelismo y lo fue el alfonsinismo, cuando pretendía el trono el que pasó más tarde a ser Alfonso XIII.
El carlismo, en el nombre, habrá de fenecer cuando por ley de la naturaleza sea el Príncipe Don Jaime lo que su Augusto Padre es en el día. Entonces quedará la verdadera frase, el adjetivo único: el Tradicionalismo, que así se llama y así se llamará ese partido grande y poderoso, hijo de las ideas, no de los hombres ni de sus miserias; arca donde se guarden los gonfalones de la invicta Iberia; receptáculo inmenso que no pueden vaciar, por mucho que lo intenten, los funestos pigmeos que año tras año vienen achicando las glorias de la Patria.
Contrasentido bárbaro resulta leer y oír ideas mantenidas por la alimentación novísima de la inteligencia, que adelantándose a la química, fórmula decretada como alimento físico del porvenir, ingiere concentraciones propinadas en glóbulos de cocina ajena, antes que regodearse con el sanísimo puchero de la cocina propia.
— La tradición es la barbarie —exclama un químico, jefe de cápsulas y píldoras.
— La tradición es la barbarie —responde el eco, en los estómagos que engullen el alcaloide alimenticio.
Pero esos mismos profesionales de cocina y farmacia, añaden en sus momentos líricos, que también los tienen:
“¿Qué se hizo el Rey don Juan?
Los infantes de Aragón
¿Qué se hicieron!”
Pues no se hicieron nada: llevarse al otro mundo las tradiciones, los respetos, la Religión, la moral pública y privada, el amor a la Patria, las paternales solicitudes por su pueblo… el cutis y otras mil antiguallas que no sirven sino para echar roncas, cuando al mirar atrás nos contemplamos sublimes de altivez, sobre el indestructible pedestal de esa barbarie.
Lloramos extraviadas, que no perdidas, las glorias del pasado abominado, de ese pasado mismo, que supo levantarlas encima del pavés y supo mantenerlas al través de los siglos.
Cantamos las conquistas del presente y maldecimos la situación a que nos condujeron estas conquistas… de la microfonía.
Culpamos a los frailes del atraso de España, y no vemos a España sin hábitos desde 1833 hasta 1876, precisamente cuando empezó el descenso rápido; como tampoco vemos que fueron ellos los que exaltaron el alma nacional contra las huestes napoleónicas, atraídas por los que se iban ilustrando y perdiendo colonias desde Cabezas de San Juan y desde Cádiz.
Nos quejamos de haberse escabullido dos provincias en el mar Caribe, y las colonias de la Oceanía, y no decimos que ni frailes, ni Curas, ni tradicionalistas pusieron mano pecadora en semejante crimen, callándonos también que hubo frailes heroicos, mártires de la Patria y Curas que se batieron días y meses antes de arriar la honra de sus antepasados.
No recordamos o no queremos recordar que la reciente entrega de nuestro poderío colonial tenía un espejo con luna biselada donde mirar su raquitismo y su deformidad: tenía la entrega del Virginius, debida a Castelar y a su Gobierno, entrega que fue el primer peldaño para que se subiesen los norteamericanos a las patillas de los que habían sabido fusilar sin pedirles permiso al bandolero anexionista Narciso López y a sus acompañantes.
Pero tampoco damos razón de aquel pasaje insólito que registran las crónicas de nuestro barbarismo, cuando un hombre de Estado, soldadote inculto, puso los pasaportes en las mismas narices de todo un lord inglés, embajador de casi nadie: de la reina Victoria.
El general Narváez, que tal hizo, era también el coco para los progresistas, para los que cantaban:
“Valientes progresistas,
Combatid al Borbón”;
y luego, andando y al caer del tiempo, cayeron ellos en la trampa fullera de las evoluciones y de las reducciones.
Hoy no queda más coco que el carlismo, porque le han hecho una leyenda roja para el vulgo; una leyenda como a Weysler se la hicieron en Cuba, y en otros pueblos la fabricaron a tiranos que sólo fueron justicieros, y que ya tamizados y purificados, se les aclama como el marqués de Tenerife frente al Palacio de la Habana.
Cuando la España honrada se avergüence de ser Galeoto de ambiciosos farsantes; cuando vea claro en eso de la tradición y del oscurantismo, y se dé cuenta de que tan sólo caen los pueblos que no tienen raíces ni amor por el pasado; cuando a través de la verdad advierta que las naciones poderosas son las tradicionales, y que su poderío se encierra en esos edificios, que ni destruye el tiempo ni la intemperie afea, entonces no será coco el Tradicionalismo, y pedirá alimentos nutritivos a la tradición, como los pide la mujer engañada por un marido infiel al hogar de la infancia y al amor de sus padres.
Eva Canel, seudónimo de Agar Eva Infanzón Canel (1857-1932) nació en Coaña (Asturias), hija del médico Pedro Infanzón y de Epifanía Canel Uría. Se cría en Madrid y ya a los 15 años comienza a actuar en teatro. Conoce al periodista Eloy Perillán Buxó con quien se casa poco después. Sigue a su marido al exilio en 1875 en La Paz (Bolivia), y luego se trasladan a Buenos Aires, donde fundan un periódico. Poco después, pasan a Lima (Perú), donde ambos siguen en el periodismo. Al estallar la Guerra del Pacífico, regresan a España, estableciéndose en Barcelona. Su esposo parte a Cuba, donde encontrará la muerte en marzo de 1889. Eva viaja también a Cuba, donde se radica. No encontrando un periódico donde publicar, funda uno propio, La Cotorra, panfletario y satírico. Pasa 8 años allí que la marcarán por el resto de su vida. El desastre de Cuba, que a ella obliga a regresar a España, la convence de la causa carlista, según relata a su amiga Emilia Pardo Bazán. Se instala un tiempo en Madrid para, en 1899, regresar a Buenos Aires. Aquí, además de dictar conferencias, colabora en El Legitimista Español, en El Diario Español, en La Tribuna, en Caras y Caretas, en El Correo de Galicia, entre otros numerosos diarios y periódicos. A este período corresponde el presente artículo que venía a polemizar con cierta prensa hispano-argentina de tendencia integrista y conservadora que consideraba inapropiado hablar del carlismo en Sudamérica. En 1904 Eva Canel adquiere una imprenta y comienza la publicación de la revista Kosmos, y tres años después lanza Vida Española. En 1914, poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, inicia una gira por la América Española. En Panamá cae enferma y parte hacia los Estados Unidos para hacerse atender, aunque, finalmente decide radicarse nuevamente en Cuba. Continúa su labor periodística y literaria, pero su salud seguía deteriorándose. El Papa Benedicto XV le otorga la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice. En 1924 debe dejar de escribir, ante recurrentes crisis de nervios y pérdidas de memoria. Fallece casi 8 años después en la pobreza y su cuerpo fue trasladado a Asturias donde quiso ser enterrada. Poco antes, la Sociedad Geográfica de Madrid le nombraba miembro correspondiente y el dictador Primo de Rivera le concedía el lazo de la Orden de Isabel la Católica y la medalla de oro de Ultramar.
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