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miércoles, enero 21, 2009

Juan Vázquez de Mella

Nombres de oro para una cultura disidente

Cada madrugada de miércoles a jueves, nuestro pequeño espacio en la radio española ofrece la biografía de un gran personaje de nuestra historia y su aportación a la cultura de nuestro siglo: Ramiro de Maeztu, Chesterton, C.S. Lewis, Tolkien, Mishima, Charles Peguy, D'Ors, Menéndez Pelayo... El útlimo en vestir nuestro programa fue Vázquez de Mella, icono del tradicionalismo renovador.


Un oyente de La Estrella Polar nos ha pedido que hablemos aquí del pensador y político español Juan Vázquez de Mella. A la mayoría de los españoles de hoy, el nombre de Vázquez de Mella les dirá más bien poco. Alguno lo identificará con una de las plazas de Madrid que sirven de escenario a la fiesta del orgullo gay, pero poco más. Y sin embargo, este hombre ejerció una gran influencia en el pensamiento conservador del siglo XX español. Contemporáneo de los regeneracionistas y de la generación del noventa y ocho, a Vázquez de Mella podemos definirlo como el gran renovador del tradicionalismo hispano. Aunque hoy está prácticamente olvidado –al margen de algunos círculos de devotos-, sin sus ideas no puede entenderse buena parte de nuestro siglo XX.

Vamos a situarnos en Cangas de Onís, en Asturias, cerca de Covadonga, hacia 1861. Es ahí donde nace Juan Vázquez de Mella. Su padre es un teniente coronel retirado, patriota convencido y hondamente religioso. Juan estudia en el seminario asturiano de Valdediós y, después, en la facultad de Derecho de Santiago de Compostela. Ha heredado de su padre el patriotismo y la religiosidad, desde una perspectiva tradicional. En la España de aquellos años, década de los 70 del siglo XIX, eso no podía empujarle más que en una dirección: el carlismo, es decir, la monarquía tradicional, frente a la monarquía liberal.

Recordemos algunas fechas de aquel periodo tan convulso. En 1868, la monarquía de Isabel II ha sido derrocada por una revolución de carácter liberal. Los golpistas organizan unas elecciones, proclaman una Constitución y eligen rey a Amadeo de Saboya. La monarquía de Amadeo durará sólo dos años: sumergida en una permanente crisis, conocerá tres elecciones, seis gobiernos y continuos enfrentamientos, incluidas las insurrecciones de republicanos y carlistas. Amadeo finalmente abdica, las Cortes se reúnen y, contra la Constitución, proclaman la I República. Es 1873 y las cosas no van a hacer más que empeorar: la República carece de apoyo popular, se suceden cuatro presidentes en menos de un año, hay levantamientos cantonalistas, la guerra carlista se recrudece, hay insurrecciones en Cuba… Finalmente, en enero de 1874 el general Pavía da un golpe de Estado y pone el poder en manos del general Serrano. En diciembre de ese año se restaura la monarquía en la persona de Alfonso XII de Borbón, el hijo de Isabel II. Comienza el periodo de la Restauración, basado en la “alternancia controlada” de dos partidos: el conservador de Cánovas y el liberal de Sagasta.

En ese ambiente crece Vázquez de Mella, tanto en lo personal como en lo intelectual. Ha visto cómo una monarquía se descompone sobre sí misma, cómo pequeños grupos (por ejemplo, la masonería) son capaces de imponer su voluntad por encima de las instituciones, cómo un país entero puede entregarse al caos y cómo, por otro lado, las soluciones de tipo republicano y liberal no han conseguido sino que el caos aumente. Y Vázquez de Mella, entonces todavía un jovencito, empieza a pensar.

Nuestro protagonista, que era un hombre de orden, no se echa al monte con los furores de la adolescencia. Al contrario, se aplica en los estudios. Es un tipo brillante, trabajador, con una memoria prodigiosa. Culmina sus estudios con buena nota. Y acto seguido se lanza a la vida pública, que es lo que ha venido rumiando desde tantos años atrás. En Santiago se afilia al tradicionalismo y pronto se convierte en una de sus cabezas más notables. Pronuncia conferencias, se da a conocer. En 1887 comienza a dirigir El pensamiento galaico, uno de los periódicos más señeros de la región. Tres años después salta a Madrid, donde se ha fundado El correo español. Enseguida lo tendremos sentado en las Cortes como diputado carlista por Navarra. Apenas tiene treinta años. Mantendrá su escaño desde 1893 hasta 1916.

La posición de Vázquez de Mella es inequívoca: contra el integrismo, por el tradicionalismo. ¿Y qué quiere decir eso? Vamos a explicarlo. Después de la derrota carlista en la tercera guerra de ese nombre, el tradicionalismo español vive una escisión profunda: unos consideran que es posible unirse a los conservadores en la defensa del catolicismo; otros aspiran ante todo a formar un partido católico radical y otros, en fin, mantienen la bandera tradicional de los pretendientes, el carlismo original. Los primeros se aliarán con Cánovas del Castillo en el ala derecha del sistema de la Restauración, y serán los “unionistas”; los segundos serán los integristas del Partido Católico Nacional, y los terceros serán los tradicionalistas, es decir, los carlistas propiamente dichos. Vázquez de Mella estará entre ellos.

¿Qué significaba cada una de esas opciones? ¿Qué había detrás de una u otra adscripción? Por decirlo en dos palabras: los unionistas pensaban que era posible defender al catolicismo desde las instituciones liberales; en el polo opuesto, los integristas sostenían una visión hipertradicional del orden político, de carácter prácticamente medieval, para defender la fe; y la tercera familia, la de los tradicionalistas, la rama principal del carlismo, que se oponía al sistema liberal de la Restauración, sin embargo trataba de actualizar los principios fundamentales de su doctrina política para hacerlos más acordes con la realidad social. Esta última será la posición de Vázquez de Mella: no se trata de volver a un pasado que se fue, sino de mantener todas aquellas cosas –usos, instituciones, costumbres, leyes- que daban y dan vida a la comunidad.

Hoy, un siglo después, todas estas cosas nos suenan lejanísimas, pero en la España de finales del XIX y principios del XX era un asunto de actualidad palpitante. El carlismo, bajo la batuta de esa corriente tradicionalista, se había convertido en un auténtico partido de masas moderno. Mucho más popular que las escisiones unionista e integrista, el tradicionalismo se había organizado sobre la base de cientos de asambleas locales en toda España (los “círculos”) que llegaron a superar los 30.000 afiliados. Constituido políticamente como Comunión Tradicionalista, mantuvo representación parlamentaria desde 1891 en adelante. El líder parlamentario de esta fuerza nada desdeñable sería precisamente Vázquez de Mella. Y su liderazgo no sería sólo parlamentario, sino también intelectual.

Vamos a centrarnos en ese aspecto intelectual del trabajo de Vázquez de Mella. La tarea era importante: recoger una herencia como la del carlismo, basada en la monarquía tradicional previa a la Revolución Francesa, y convertirla en un cuerpo teórico apto para ser propuesto a los hombres del siglo XX. Nuestro protagonista no fue el único en poner manos a la obra, pero sí el más señalado. Así que sobre la base del pensamiento tradicional español, especialmente Balmes y Donoso Cortés, Vázquez de Mella añadió las posiciones, estrictamente actuales, del francés Albert de Mun, un fervoroso católico que estaba construyendo una suerte de socialismo cristiano, y por supuesto, las aportaciones de la encíclica Rerum Novarum, de León XIII. Recordemos que, en esa encíclica, el Papa mostraba su apoyo a la formación de uniones y sindicatos obreros, al mismo tiempo que reafirmaba su apoyo al derecho a la propiedad privada. Había nacido una tercera vía cristiana entre el socialismo y el capitalismo. Y tan importante como aquello era esto otro: en la visión del Papa, las relaciones sociales y políticas debían encauzarse de manera corporativa entre el gobierno, las empresas, los trabajadores, la Iglesia, etc. Eso es lo que más tarde se llamaría corporativismo. Y esta era exactamente la visión de las cosas que defendía el tradicionalismo.

A la España de la Restauración, que es una España pesimista y resignada, Vázquez de Mella le propone un sentimiento nacional de inspiración religiosa, única fuente posible de una verdadera moralidad pública. La democracia de la Restauración es una democracia falsa, porque se sustenta sobre un reparto de poder caciquil entre los partidos. Frente a eso, nuestro autor propone un sistema de democracia representativa sobre la base de las instituciones naturales: asociaciones, gremios, municipios, familias, universidades… El liberalismo moderno ha sido un error, porque, lejos de liberar a las personas y a las instituciones del peso del Estado, las ha convertido en prolongación del propio Estado; es un Estado en cuyo interior todos los grupos pasan a pelear entre sí, en vez de trabajar para el bien común, y por eso ha surgido el problema obrero, el problema social. Como alternativa, nuestro autor defiende el papel de los poderes intermedios, que son emanación directa de la vida social. Al Estado le corresponde la soberanía política, pero ésta deriva de la soberanía social, es decir, de las entidades intermedias en las que realmente viven inmersos los individuos. Como estas sociedades intermedias son producto de la historia, su soberanía es la de la tradición.

Vázquez de Mella podía haber hecho carrera en el sistema de la Restauración, pero era de una integridad intelectual inquebrantable. Le ofrecieron dos veces ser ministro, y las dos veces rehusó. Tampoco dejó de criticar con dureza la corrupción de la burocracia. Ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, primero, y en la Real Academia Española después, pero nunca dejó de ser un crítico, un disidente. Él sabía que su puesto estaba en otro lado: en la reivindicación de un orden radicalmente distinto al establecido.

La estrella política de nuestro amigo empieza a apagarse en 1916. Primero, no sale diputado en las elecciones: se había presentado por Oviedo con un programa definido por el regionalismo, el catolicismo y la solución pacífica de los problemas sociales, pero una coalición de socialistas y reformistas le privó del acta. Después, Vázquez de Mella entra en conflicto con el propio jefe de la casa carlista, don Jaime, a cuenta de la primera guerra mundial. El pretendiente carlista era partidario de los aliados (de hecho, los austriacos le habían confinado en su castillo); por el contrario, Vázquez de Mella, era partidario de los alemanes, porque creía que su victoria era más conveniente para España. Don Jaime publica un manifiesto en 1918 en el que reafirma sus convicciones aliadófilas y, más aún, desautoriza públicamente a quienes hayan expresado la posición contraria.

Frustrado, Vázquez de Mella abandona las filas carlistas, pero no deja la vida pública. Inmediatamente crea un nuevo grupo, el Partido Tradicionalista, que recogerá su pensamiento. Su proyección política va a ser limitada, pero, por el contrario, su influencia intelectual en la derecha española se va a consolidar. Sus últimos años son, en realidad, los de un retirado. Cuando el general Primo de Rivera da –con apoyo del Rey- el golpe de Estado que inaugura la dictadura de 1923, Vázquez de Mella se quitará de en medio: no se declara hostil al sistema, pero esa dictadura no es la solución que él busca. Por otra parte, la enfermedad empieza a minarle. En 1925 le amputan una pierna: tiene 64 años y todo va ya cuesta abajo. Su último libro es Filosofía de la Eucaristía, escrito para el Congreso Eucarístico de Chicago. Muere en 1928. Pero sus ideas se siguen moviendo: monarquía tradicional, orden social corporativo, democracia orgánica o de base, Estado confesional (católico), crítica simultánea del socialismo y el liberalismo, política exterior orientada hacia Hispanoamérica… No pasará mucho tiempo antes de que encontremos de nuevo todas esas ideas, recuperadas por el grupo de Acción Española y, después, en el acervo doctrinal del régimen de Franco.

¿Por qué hablar de Vázquez de Mella hoy, tanto tiempo después, cuando la mayoría de sus textos y de sus tomas de posición parecen unidas a un tiempo definitivamente dejado atrás? Pues porque, en realidad, esos textos no han quedado tan atrás como parece. Por una parte, los defectos del orden moderno que Vázquez de Mella denunció en su momento siguen de algún modo vigentes. Y por otro lado, con nuestro autor pasa lo mismo que con otros de su misma época: sus pensamientos, vistos con la luz de hoy, adquieren un sabor completamente singular. Una actualización de los planteamientos de Vázquez de Mella nos llevaría a una revisión a fondo de cosas como la democracia de partidos, en beneficio de una democracia más participativa, o del egoísmo social, en provecho de una vida comunitaria más integrada. Por eso no falta quien conecta a este pensador español con las teorías de Chesterton y Beloc, por ejemplo, que trataron de buscar una alternativa cristiana al capitalismo y al socialismo. Son razones suficientes para seguir leyendo a Vázquez de Mella.
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